viernes, diciembre 26, 2025
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«El fin de la ilusión moralista: La organización venció al sermón»

Tegucigalpa, Honduras

«El fin de la ilusión moralista: La organización venció al sermón»

Articulo de Opinión País. Elecciones Generales 2025

Por: Elías Euceda

Si el Consejo Nacional Electoral termina oficializando a Nasry “Tito” Asfura como ganador, Honduras no solo habrá escogido a un presidente: habrá confirmado algo más incómodo y más realista sobre su política. En un país agotado por crisis encadenadas, el votante no premia al que “predica mejor”, sino al que construye poder y lo vuelve operativo el día decisivo.

Conviene decirlo con frialdad: la democracia no funciona por “superioridad moral”, sino por sumas. Se gana por un voto o por cien mil; el poder no se comparte, se ejerce. Y cuando la elección es estrecha, el sistema se define en el terreno donde casi nadie quiere mirar: la logística, la estructura, la disciplina y la resistencia al caos partidario.

A 23 de diciembre, lo que se ha reportado públicamente es una contienda cerrada, con ventaja estrecha para Asfura y un proceso de revisión manual de una parte de actas por inconsistencias, bajo presión política y con fecha límite de declaratoria hacia finales de mes. Ese contexto importa por una razón: en elecciones apretadas, las emociones hacen ruido, pero la estructura hace el trabajo.

Entonces, ¿qué cambió para que la narrativa de “manos limpias”, que dominó por más de una década la conversación pública, chocara contra la maquinaria tradicional?

La respuesta es brutal: la moralidad no sustituye la capacidad de ejecución. El discurso anticorrupción moviliza, indigna, enciende. Pero no paga el recibo de la luz, no baja el precio de la canasta básica y no le da certidumbre ni al que vende baleadas ni al que decide inversiones. La indignación es combustible volátil: explota rápido y se evapora. La organización, en cambio, es como un motor diésel: sucio, ruidoso, persistente, pero efectivo.

Mientras Salvador Nasralla apostó —una vez más— a la idea de que la gente vota por una épica ética (“yo soy honesto; ellos son corruptos”), el Partido Nacional jugó a lo que siempre ha sabido jugar: territorio, operadores, movilización, defensa del voto, control del día E (30N). Salvador llegó con audiencia y fans; Tito llegó con ejército.

Y aquí está el punto central que muchos no quieren aceptar: la política no es un concurso de virtudes; es una competencia por capacidad de ejecución.

Hay además un clima que atraviesa la región y que en Honduras se siente con fuerza: castigo al oficialismo y rechazo a los experimentos ideológicos que prometen justicia total y entregan crisis interminables. En ese ambiente, el elector promedio deja de preguntar “¿quién es el más puro?” y empieza a preguntar “¿quién me da un mínimo de estabilidad?”. No es romanticismo: es supervivencia.

Asfura entendió ese incentivo y lo tradujo en una marca simple: obra, gestión, “Papi a la orden”, certezas. Puede gustar o no, y se puede discutir el costo ético de esa oferta, pero funciona porque se conecta con lo tangible: el puente, el bache, el empleo temporal, la obra visible. Frente a eso, la promesa abstracta de “limpiar el sistema” se siente lejana cuando la urgencia es llegar a fin de mes.

En paralelo, Salvador terminó atrapado por su propio historial político. La credibilidad es un activo que se gasta y no se regenera con slogans. Los bandazos —PAC, alianzas varias, rupturas, reconciliaciones— no solo confundieron: agotaron. En política, la incoherencia no siempre te mata de inmediato, pero te mata cuando la elección se vuelve cerrada y el votante busca anclas, no improvisación.

Dicho sin malicia: Salvador confirmó su talón de Aquiles. Fue un general sin tropas propias. Fue útil como figura mediática, como símbolo anti-establishment, como megáfono. Pero la política real exige algo menos glamoroso y más determinante: organización disciplinada y cadena de mando.

A este vacío estructural se sumó un error no forzado que suele ser letal: la confusión entre el círculo afectivo y el mando estratégico. En política de alto nivel, los peores asesores suelen ser quienes tienen más cercanía emocional y menos distancia crítica. La campaña de Salvador sufrió el peso de un entorno íntimo —personificado en figuras como Iroshka Elvir— que, con intención o sin ella, terminó desplazando al criterio profesional. Intentar microgestionar una elección presidencial sin experiencia técnica, y forzar alianzas antinaturales (como el coqueteo final con Libre) en momentos de desesperación, no fue ayuda; fue asfixia. Cuando la familia toma el timón operativo, la estrategia suele naufragar en el mar de la improvisación.

La lección es incómoda, pero necesaria: el discurso anticorrupción es estéril si no se traduce en tres capacidades básicas:

Gestión creíble (equipo, plan, prioridades, capacidad técnica real).
Estructura territorial (movilización, defensa del voto, red local).
Gobernanza interna partidaria y de la campaña (método, disciplina, decisiones profesionales, control del ruido).
Cuando esas tres cosas fallan, el candidato no pierde por un “fraude místico” ni por una conspiración inevitable: pierde porque llega desarmado al único terreno que decide elecciones cerradas.

Si el resultado se consolida, Honduras no habrá “elegido la corrupción” por gusto; habrá elegido —para bien o para mal— la opción que percibe como más funcional en un entorno de miedo, precariedad y cansancio. Eso no es una celebración moral: es un diagnóstico político.

Y ese diagnóstico deja un vacío: con Salvador debilitado, la oposición futura (sea desde donde sea) tendrá que aprender que para competir no basta con “tener las manos limpias”. Hay que tenerlas ocupadas construyendo poder real, ordenando la casa y armando una estructura que no dependa de carisma, indignación o fe.

Al final, el país habló en su idioma más pragmático posible: la organización venció al sermón.

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